terça-feira, 24 de novembro de 2020

Eslovaquia proibe o comunismo....

 

Comunismo prohibido por criminal: el debate que trasciende Eslovaquia

Eslovaquia aprobó recientemente una ley que proscribe el comunismo. Pero el núcleo del problema no es la existencia de una plataforma política totalitaria, sino el hecho de que la gente la vote

Solo en algunos países que no han sufrido el comunismo no entienden que dicho sistema es igual o peor al nazismo o el fascismo (Twitter)

Eslovaquia ha aprobado una ley que declara “organización criminal” al Partido Comunista y prohíbe la utilización pública de sus símbolos. Con ello se une a un coro de naciones que ya han adoptado análogas disposiciones.

¿Serán estas medidas realmente efectivas para eliminar el peligro que un régimen totalitario implica? ¿Generarán tal vez un indeseado efecto secundario de simpatía hacia los “proscriptos”? Y quizás lo más importante: ¿son ellas compatibles con los principios rectores de la libertad de expresión, el derecho de asociación y el debate de ideas que caracterizan a las sociedades genuinamente libres? ¿No estaremos poniendo rumbo hacia un “neoautoritarismo” de sentido contrario?

Las resoluciones europeas

La ley eslovaca se inscribe en el marco de la ley de Memoria Histórica dictada por el Parlamento europeo del 18 de septiembre de 2019.

Dicha resolución afirma que “deben mantenerse vivos los recuerdos del trágico pasado de Europa, con el fin de honrar la memoria de las víctimas, condenar a los autores y establecer las bases para una reconciliación basada en la verdad y la memoria”. Seguidamente subraya que la Segunda Guerra Mundial, fue “resultado directo del infame Tratado de no Agresión nazi-soviético del 23 de agosto de 1939, también conocido como Pacto Molotov-Ribbentrop y sus protocolos secretos, que permitieron a dos regímenes totalitarios, que compartían el objetivo de conquistar el mundo, repartirse Europa en dos zonas de influencia”. Y por último solicita a todos los Estados miembros marcar el 23 de agosto como Día Europeo Conmemorativo de las Víctimas del Estalinismo y del Nazismo”.

En consonancia, pues, el Parlamento eslovaco consideró que el partido que rigió los destinos de la República Socialista de Checoslovaquia entre 1948 y 1990 y su ramificación actual, el Partido Comunista de Eslovaquia serán tenidos por organizaciones criminales. Por lo tanto, se prohíbe la exhibición de sus símbolos, así como asignar a calles, plazas, o espacios públicos nombres de personajes representativos de dicha ideología.

En otros países

La vecina República Checa tiene una norma análoga, vigente desde 1993. Otras naciones europeas que han seguido senderos similares, han sido las ex Repúblicas bálticas de Letonia y Lituania, donde se dictaron las respectivas legislaciones prohibitivas en 1991. Entre las que lo hicieron más recientemente, Ucrania, en 2015.

Fuera del ámbito europeo, tal vez el ejemplo más conspicuo sea el de Indonesia, donde reiterados reportes dan cuenta de arrestos de personas por motivos tan simples como llevar puestas camisetas con dibujos de la hoz y el martillo. Las sentencias, impensables en Europa, pueden llegar en Indonesia hasta los 15 años de prisión, por lo que el jefe de la Policía Nacional Badrodin Haiti advierte: “No jueguen. En serio. Lean la ley”.

¿Cómo lo justificamos?

En su liminar libro “Liberalismo”, Ludwig von Mises escribió: “sólo la tolerancia puede crear y mantener la paz social, sin la cual la humanidad recaería en la barbarie y en la penuria de los siglos pasados”.

A esa barbarie y penuria alude el premiado periodista Flemming Rose cuando dice: “En términos históricos, la tolerancia es una invención relativamente reciente. Hasta los siglos XVI y XVII pocos se molestaban en pensar acerca del valor de la tolerancia. Cuando se trataba de disidentes religiosos, se consideraba un deber perseguirlos como amenazas para el orden político y la salud espiritual de la sociedad. Los creyentes eran obligados a erradicar a herejes y blasfemos; de otro modo ellos y sus comunidades se arriesgaban a convertirse en blancos de la ira de Dios”.

El proceso que condujo a la humanidad a comportamientos más respetuosos y tolerantes fue ciertamente largo y tortuoso. Entre sus marchas y contramarchas se sumaron aportes como los de Voltaire, para quien la tolerancia es la consecuencia necesaria de constatar nuestra esencial falibilidad, y que perdonarnos nuestras mutuas insensateces es “primer principio” del derecho natural.

Dicho sea de paso, hete aquí la paradoja de paradojas. El “Tratado sobre la Tolerancia de Voltaire” de 1763, fue inmediatamente incluido por la Iglesia católica en el Index de libros prohibidos

Un siglo después de Voltaire, John Stuart Mill, por su parte, se enfocaba en los aspectos “utilitarios” de la tolerancia: el refinamiento en la precisión y el detalle que emerge de todo intercambio de ideas y la satisfacción que brinda poder efectuar las propias elecciones entre una amplia oferta de ideas disponibles.

Pero naturalmente, la cuestión no ha quedado zanjada. Primero, porque la tolerancia no es algo que a los humanos se nos dé de modo natural: baste observar el berrinche de cualquier infante ante la insatisfacción de un deseo para darnos cuenta de que no estamos innatamente preparados para la frustración. Y segundo, porque el estudio de la historia reciente nos coloca frente al triunfo de regímenes totalitarios que han aplastado libertades en una escala que empequeñece las más escalofriantes ejecuciones de protestantes llevadas adelante por la muy católica Mary I Tudor en la Londres del siglo XVI.

La paradoja de la tolerancia

Karl Popper, en su obra “La sociedad abierta y sus enemigos” expuso en 1945 lo que ha dado en llamarse “la paradoja de la tolerancia.” Consigna puntualmente el autor: “Si no nos hallamos preparados para defender una sociedad tolerante contra las tropelías de los intolerantes, el resultado será la destrucción de los tolerantes (…) Deberemos reclamar entonces, en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes. Deberemos exigir que todo movimiento que predique la intolerancia quede al margen de la ley“.

Sin embargo, sostener que con esto se da sustento a legislaciones proscriptivas constituye una lectura recortada del auténtico pensamiento popperiano, del cual suelen omitirse estas otras citas morigeradoras de aquella rotunda afirmación inicial: “Con este planteamiento no queremos significar, por ejemplo, que siempre debamos impedir la expresión de concepciones filosóficas intolerantes; mientras podamos contrarrestarlas mediante argumentos racionales y mantenerlas en jaque ante la opinión pública, su prohibición sería, por cierto, poco prudente. Pero debemos reclamar el derecho de prohibirlas, si es necesario por la fuerza, pues bien puede suceder que no estén destinadas a imponérsenos en el plano de los argumentos racionales, sino que, por el contrario, (lo hagan) mediante el uso de los puños o las armas.

Ahora bien, si en pos de la defensa de una sociedad libre vamos a sacrificar las libertades de expresión y asociación, se impone clarificar entonces el límite entre “los dichos” y “los hechos”. ¿Qué vamos a entender por hechos? ¿Y qué tratamiento le vamos a dar a los actos simbólicos?

¿Quemar una foto de la reina o arrancar las hojas de un Corán son, por ejemplo, actos de violencia que habilitan una proscripción? ¿Pueden una caricatura racista o un chiste xenófobo ser denunciados por producir daño psicológico y conducir a su supresión? ¿Dónde marcamos el límite entre los dichos y los hechos?

Además, como escribió Pablo Magaña en “La paradoja de la paradoja de la tolerancia”: “No basta con que creamos que los miembros de un grupo son intolerantes, sino que es necesario que estos sean efectivamente intolerantes”.

Y entretanto, proscripciones mediante, ¿no corren nuestras sociedades libres el riesgo de empezar a despeñarse por una pendiente que conduzca hacia un valle tan totalitario como el que estamos tratando de evitar?

Tales han sido, entre otros, los fundamentos de aquellas sentencias de Tribunales Supremos que en diversos países han declarado inconstitucionales normas similares a la eslovaca. Moldavia, Polonia, los Estados Unidos, Taiwan han debido dar marcha atrás en sus intentos de proscribir ciertos partidos, habiendo sus cortes ponderado como inviolables los derechos de expresión y de asociación.

¿Es eficaz proscribir?

Al debate de fondo cabe agregar el análisis de la dimensión práctica.

Alemania, uno de los países “pioneros” en la proscripción del comunismo en 1956, eximió de su alcance al KPD (Partido Comunista de Alemania o Kommunistische Partei Deutschlands) por disposición especial de los tratados de reunificación. Sin embargo, ya existía un partido comunista en Alemania, el DKP (Partido Comunista Alemán o Deutsche Kommunistische Partei). ¿Por qué? Porque era un partido nuevo. El Partido Comunista podía haber sido proscripto pero ninguna restricción era legítimamente aplicable a una nueva organización. Como resultado, hoy, el KPD y el DKP coexisten y cooperan. En definitiva, en vez de ninguno, ahora hay dos.

En otros casos, como Irán, el partido comunista sobrevive en la clandestinidad, al tiempo que abre “representaciones” en Alemania, Finlandia, Suecia, Noruega, Dinamarca, el Reino Unido, Australia y Canadá. Estará proscripto en su país, pero tiene proyección internacional. Paradojas de las prohibiciones.

¿Por qué la gente vota al comunismo?

En definitiva, el núcleo del problema no es la existencia de una plataforma política totalitaria, sino el hecho de que la gente la vote.

Argumenta al respecto Luis Ferrini que en una primera aproximación podría teorizarse que la gente vota autoritarismos porque no ha vivido bajo ellos, es atraída por sus fantasías idealistas o ha sido seducida por algún carismático gurú.

Sin embargo, hay otra idea que el autor encuentra más potente, y es que en la medida en que asumirnos libres implica también asumirnos responsables, es más fácil elegir alternativas que eliminen la responsabilidad individual, aun a costa de entregar a cambio la libertad.

Por supuesto, la teórica vuelta a la seguridad del nido infantil donde las necesidades son mágicamente resueltas, tiene como contrapartida resignar la libertad. Pero eso no es inmediatamente percibido. Menos aun se advierte que ninguna necesidad será realmente cubierta en los totalitarismos ni que la vida se tornará opaca, miserable y triste.

Según Ferrini, así como en tanto individuos nuestra adquisición paulatina de libertades va de la mano con la asunción cada vez mayor de responsabilidades, existen también sociedades parcialmente responsables (que se corresponderían con los regímenes democráticos tradicionales) y sociedades plenamente responsables (asociadas con las propuestas libertarias). Pero ese camino es “cuesta arriba”. Y las plataformas autoritarias, que proponen un idílico regreso a la dependencia infantil, son en ese sentido mucho más atractivas.

Si a eso le sumamos, proscripción mediante, la irresistible “atracción por lo prohibido”, el efecto “boomerang” puede ser catastrófico.

Si hace falta un ejemplo histórico para corroborarlo, baste pensar en el cristianismo. Condenado al inicio a las sombras de las catacumbas, terminó elevado por el emperador Teodosio en el año 380 a religión oficial única del Imperio romano. Y más aún, el propio decreto, conocido como Edicto de Tesalónica “Cunctos populos” («A todos los pueblos») emprendió una persecución inversa, diciendo: “Ordenamos que tengan el nombre de cristianos católicos quienes sigan esta norma, mientras que los demás los juzgamos dementes y locos sobre los que pesará la infamia de la herejía”.

En definitiva, no se trata de permitirnos acallar a los demás. Al contrario, se trata de estimularnos a discutir con los demás. Porque es el disenso, y no el consenso, la nota sobresaliente de la sociedad abierta.

Algunos llamarán a esto ingenuidad. Otros, batalla de ideas.

Maria del Alba Orellana

Maria del Alba Orellana

Nació en 1991 en Buenos Aires. Lic. en Historia de las Artes (USAL) y Master en Estudios Internacionales (UCEMA). Editora y columnista. Colaboradora de diversas fundaciones liberales en Argentina.

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